martes, 10 de abril de 2007

TRAFALGAR, VEJER


______ Todo lo he olvidado. Subo la escalera, pina, de tres descansillos, hacia las habitaciones de arriba. La entrada sigue siendo la entrada de 1805. Sobre el dintel hay un letrero comercial, quizá. Trafalgar. Y los balcones de la vieja casona con su herrería de fragua recién pintada. Las paredes blancas, de cal. El cielo azul arriba, sin nubes, de la tarde que declina hacia el noroeste.

La entrada es umbría a esta hora incierta en que el sol ya va de retirada en la espalda de esta fachada que da al mar que no se ve, y la habitación de abajo habilitada de comedor del Trafalgar tiene la música muy suave de un cuarteto de cámara, luces amables y amarillas, tres comensales silenciosos. Se sube por unos escalones de antiguas y modestas losas de grises predominantes, con dibujos. Y cantos de madera, gastados. Viguerías de pino pintadas de castaño muy oscuro en los techos. En el vano del primer descansillo un Trafalgar de Baroja, el de Alianza Editorial, enmarcado. Y en un testero del segundo descansillo una carta del Instituto Hidrográfico de la Armada, magnífica, como todas las que han salido de las prensas del centro gaditano. Cabo de San Vicente. Trafalgar. Con las medidas de los fondos, las cuerdas de números hacia el alta mar.
  
La habitación de arriba no la abren siempre, primero llenan la de abajo. Cuando todas las mesas están ocupadas hacen pasar a los clientes arriba, las dos habitaciones unidas, irregularidad completa, polígono de siete lados, puede que seis. Es por la vista a la plaza. Azulejería sevillana, cuerpo central con plantones y flores, una farola de tres brazos.

Como mimo, seña de identidad de Vejer, piedra preciosa incrustada en un caserío blanco que serpentea, ramonea como una cabra por el monte tras las murallas de piedras duras de cuando entonces. Desde el que se ve el mar. A la izquierda, abajo, Barbate. Y los Caños de Meca. El Palmar más cerca. Esa porción de litoral, la línea apenas quebrada por las calas y los pequeños puertos de pescadores. Desde Santa María hasta donde da la vuelta el agua. Playa de Poniente. Las playas dunares a donde llegaron los cadáveres de aquella batalla, la luz como un incendio, la arena blanca para mirar toda la paleta del mismo mar de entonces, el mar que cabrillea o se emploma cuando llueve sobre el agua, el mar que azulea o verdea según la hora y la estación, el mar bajo la luna, el mar bajo la noche cerrada como boca de lobo, el mar de las pleamares, el mar de las bajamares, el mar de las tormentas y los naufragios, el mar por el que llegó a Cádiz el púnico y el griego y el romano. El mar que nos robó Horatio Nelson para que el Corso no le robara la tierra de su tierra, con Godoy de figurante de un drama, con Su Majestad que Dios guarde como espectador atónito e indolente de ese mismo drama que todavía nos atenaza algunos días. Y con tanta sangre, con tanta sangre, sobre todo con tanta sangre. ¡Una batalla perdida se parece tanto a otra batalla perdida! 

Pero casi lo he olvidado todo mientras voy subiendo las escaleras y mirando los cuadros de barcos pintados del siglo XVII, y XVIII, los barcos de Gibraltar. De Trafalgar. De Finisterre. Del continente que se fue alejando por la amura de estribor. Al garete para siempre. En el hueco de la pared de la sala, frente a los balcones y el cierro, han puesto una biblioteca. Gastronómica. Esto es un restaurante. Trafalgar. No una batalla. Ni un trozo de madera de la santabárbara, ni del castillo de popa, ni de los sollozados sollados de. Tampoco un astillado pedazo de la arboladura flotando al pairo por el azul del océano que llega manso a las playas. Pero por el balcón abierto, silencio, todavía se oye el griterío, el zumbido no demasiado lejano de los cañonazos, el fragor de la batalla -¿se dice así? No la derrota. Que fue del francés, incompetente, nos dicen. Es saludable echarle las culpas a los demás, casi benéfico, que sean los demás los que tengan la culpa. Para enterrar a los muertos, nada mejor. Un ceremonial imponente, con pífanos, tambores y banda de música. Militar, por supuesto. Y una buena descarga de fusileros con la primera palada de tierra sobre la fosa abierta. ¡Fuego! Que suene mucho para encogernos el alma, enjugar las lágrimas hasta secarlas del todo. ¡Viva España! ¡Viva El Rey!

“¿Los señores desean algo de beber?”
“Sí, por favor, cerveza fría. Muy fría si es posible”.

Doscientos años de aquello. Y no hubo fusilería, sólo cadáveres que llegaban a las playas. De Santa María, al norte de la batalla, en las puertas de Cádiz; de la Cortadura, de la Isla y Chiclana y Conil y Barbate y Tarifa. A todas las playas. Cadáveres por todas partes, los cadáveres de los campesinos enrolados a la fuerza en la flota de Su Católica Majestad y del Emperador, también de Su Graciosa Majestad el Rey de la Inglaterra, la Escocia, El País de Gales y la Irlanda, el nuevo emperador del mundo por 100 años. Después de la batalla sobre todo.

Miro distraído la carta. Hay diversas clases de atunes, y mojamas, como corresponde a la cercana almadraba de Barbate, abajo. Aquí en lo alto el caserío antiguo, el aire quieto de cuando se sube, que el tiempo se detiene. Y ensaladas de nouvelle cuisine, ensaladas de nombres poéticos, c’est normal, últimamente vienen muchos franceses, a quedarse. E ingleses. Compran su casita vieja y la arreglan por dentro y por fuera sin cambiar nada de la apariencia. Venir del smog al paraíso junto al aire que trajo a esta estancia aquella jornada que ahora nos presentan con un croquis animado, cómo los barcos del inglés maniobraron hasta penetrar por proa y popa de los aliados franco-españoles, disparando toda la artillería a proa y a popa, y girando hasta ponerse en los costados y seguir disparando a los atónitos marinos cuyos cañoneros, servidores, cuyas tripulaciones serían horas después cadáveres flotando en ese mar amigo, siempre cercano, siempre presente en nuestros ojos. Inmediatamente después de ser héroes. La flota de campesinos tomados en quintas por los reclutadores de Su Majestad el Rey de las Españas, y del Corso. Y de Su Graciosa Majestad. Ni Gravina, ni Churruca, ni Alcalá Galiano. Ni Villeneuve, ni Rossilly. Ni Nelson tampoco, claro. Ninguno. Este silencio que se percibe del tiempo inmediatamente después de una batalla planteada por la ambición para señorear esta parte del mundo y acabar perdiéndolo todo. El Santísima Trinidad era un barco imponente, daban miedo sus 136 cañones: 205 muertos, 108 heridos. Hundido. El Monarca contaba 74 cañones: 100 muertos, 150 heridos. El Santa Ana tenía 112 cañones: 97 muertos, 141 heridos. El San Justo, 74 cañones. El San Leandro, 74 cañones. Los San Agustín, San Juan Nepomuceno, Príncipe de Asturias, San Ildefonso, Argonauta, Montañés, Bahama, Rayo, Neptuno, el San Francisco de Asís… Ni cuento cañones ni muertos en esta cuenta incompleta. Ni heridos. Ni los buques apresados, conducidos a Gibraltar o sambenitados hasta la pudrición en las carenas de los restos del imperio español, aquellos navíos del pabellón de España con sus nombres emblemáticos e inolvidables. Y los otros, los Pluton, Fugueux, Indomtable, Intrepide, Redoutable, Neptuno, Bucentaure, Heros, Mont-Blanc. Tampoco los Victory, Temerayre, Neptuno, Leviathan, Britannia, Conqueror, Minotaur, Revenge. Con su pólvora y sus cañones, sus esloras y mangas, sus capitanes para la gloria, o la muerte, o la vergüenza. Finalmente todo es un batiburrillo de nombres, croquis, legajos polvorientos y celebraciones cada siglo, la celebración de una victoria, la celebración de una derrota, el buque que es enviado por el almirante español cada tiempo por ese mar ya sin sangre, ni maderos chamuscados, ni gritos, para depositar la corona de flores por aquellos marinos, aquellos campesinos a bordo, aquel día de espanto del que no recordamos nada, Dios sea loado.

Trafalgar, un restaurante con voluntad de buen servicio, de buena carta de vinos, de buena carta. En Vejer. Con sus paredes con grabados de barcos, con el Trafagar de Galdós, con la carta del Hidrográfico de la Marina, esta música de cuarteto de Haydn que suena ahora que va anocheciendo imperceptiblemente, este lubricán de sangre que se diluye en el aire negruzco del verano hasta que se funda la naranja gelatina del sol más allá del faro de Cádiz.

“¿Los señores tienen pensado ya sus preferencias?”
“¿Habéis tomada ya una decisión?”

Gravina, cuentan, convenció al francés para que no saliera de Cádiz. Duró unos días. El francés quería salir en pos de la gloria. Cuentan que Napoleón estaba indignado. Lo que quería era la invasión. Cuentan la batalla, escriben, describen. Dibujan. Y hay este aire quieto aquí, estas cadencias del violín, la viola, el cello. Aquellos apellidos, los cien modos de preparar el atún en este Trafalgar amable, confortable y cálido en cuyas mesas nunca bendijeron los alimentos que iban a tomar Horatio Nelson, ni Collingwood, ni King, ni Hardy, ni Harvey, ni los otros oficiales de la escuadra triunfadora. Tampoco Pierre Charles de Villeneuve, ni Magon o Dumanoir Le Pelley, ni Magendie ni Jean-Jacques Lucas. Somos otros españoles ahora los que nos allegamos hasta este rincón amable, esta fama del atún, las ensaladas, los pescados y mariscos del litoral de la batalla. No vendrán nunca Cayetano Valdés o Baltasar Hidalgo de Cisneros, tampoco Alcedo, Álava, Uriarte. Ni sus oficiales, sus timoneles, artilleros, sanitarios, pañoleros, infantes de marina, soldados, campesinos sobre aquellas maderas apresadas, hundidas, ardidas en medio del mar hoy tan dulce en este crepúsculo con balcón abierto.

“Por favor, ya sabemos lo que vamos a pedir”.
“Los señores dirán…”




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