miércoles, 4 de abril de 2007

HORIZONTAL Y CIELO



______ Horizontal y cielo.

Desde las calles tiradas a cordel de los pueblos de la bahía, entre relumbres de racionalidad, blancor de enhiestas almenas, repujados cierros y abiertos balcones, cal y roca ostionera hasta los dinteles de las puertas blasonadas y nobiliarias, casapuertas que dan a patios con aljibes, escaleras de fríos mármoles, tan apetecibles en los veranos de levante sin misericordia, que dan a galerías al aire cubiertas por monteras de cristales multicolores, y azoteas, que es desde donde se puede ver el mar, el mar de la bahía y el abierto, atlántico, exterior, todo es horizontal. Y cielo. Quiero decir que hay un horizonte visible cuya mayor elevación es Medina, Medina Sidonia, como de nieve blanca que se desliza y difumina por la ladera que mira a Chiclana, y a La Isla, a Puerto Real y al Puerto de Santa María. Y las borrosas alturas de la sierra en donde Cádiz guarda sus secretos anteriores a la llegada de lo púnico, y lo griego, lo romano. Digo el Tajo de las Figuras, pero sobre todo la prehistoria de Alberite, en los predios de Villamartín. Y Ocurris, en un recodo del camino que desciende a la blanca maravilla de Ubrique.


Todo está en un espacio inconcreto que, visto desde aquellas alturas, queda antes de una línea luminosa, cegadora en las tardes abiertas de agosto, tras de los campos de cereal, las dehesas donde pastan los toros bravos y las viejas viñas desaparecidas en donde plantaron apartamentos, chalets y caminos de asfalto que llevan a las playas, y a los campos de golf. Y los pinares dibujados y verdes, redondeados y dulces junto a la tierra roja, amarillenta o albariza. 

Es un espacio plástico horizontal que si fuéramos pájaros, o cometas al vuelo con sus cintas de colores contra el aire que llega del mar, veríamos llenos de vericuetos, zigzagueos, abstracciones, dibujos. Se trata de una red capilar de caños, esteros y salinas que un tiempo llenaron de pirámides blancas la visión de los caminos. El Parque Natural de la Bahía de Cádiz. 

Y sobre el agua las aves que se posan y que sobrevuelan, como los chorlitejos, correlimos, agujas colinegras y chorlitos grises de las bajamar. O las avocetas, cigüeñuelas, charrancitos… Y en menor cuantía los archibebes, las ánades reales, canasteras y gaviotas argénteas, por los muros de las viejas salinas de la Tapa, San Carlos, La Covacha, El Consulado, El Vicario, Los Hermanos, La Molinera, San Alejandro y Santa Teresa. Y la popularidad de los flamencos, habituales inquilinos de las salinas gaditanas muchos días, en la lejanía rosa y fuego de los atardeceres.

A simple vista, sin embargo, los caminos no hacen que nos distraigamos de la incierta monotonía de un paisaje sin apenas árboles, sin apenas curvas, laderas cuajadas de olivos que descienden, hondones y caseríos blancos colgados en las crestas de los montes. Porque todo sigue una horizontalidad engañosa, de montones como parapetos tras de los que descansa el agua y algún trozo del caño que serpentea y se detiene al pie del asfalto, casi.

Horizontal es el agua, también. Sobre limos secretos, estabulada. Sobre metálicos fangos, como de plomos brillantes y esmeraldas mojadas en la bajamar, con intensos verdines mates. La mayor obra de civilización de siglos, los esteros, las salinas, la domesticación del mar. Junto a los caños y sus flujos mareales, tan sincopados aunque allí cerca el viento meta olas y revuelva el agua en las dos playas que el tajo de Sancti-Petri divide el litoral en su desembocadura, por esta parte: Camposoto, también llamada La Playa del Castillo, por lo que nunca fue un castillo, Sancti-Petri, sino un islote fortificado del mismo nombre del caño, y La Barrosa. Y luego una larga lengua de arena rubia, fina, caliente. Hasta donde da la vuelta el agua, en la Punta de Europa. Más o menos.

El agua, pues, por dos caminos fue haciendo el parque natural de la bahía. Esta del mar empujando por las playas, metiendo hacia adentro el agua, hasta los remansos de los esteros con sus abiertas compuertas, como guillotinas de vida. Porque entran las aguas nuevas para mezclarse con las aguas que estuvieron quietas, sin que los peces salgan, las aguas ya exhaustas. Y las aguas del río, que vienen de arriba, de por donde Jerez, el Guadalete. Y el San Pedro, ya brazo de mar por el cauce interrumpido río adentro, que tras un zigzagueo al sur del Guadalete vecino, hace la recta que divide en Algaida y playa de Levante, hasta el Trocadero, en tierra puertorrealeña, este otro paraíso. Pero es muy pronto para hablar de peces, ni de pájaros, ni de plantas, ni de modestas flores en los montones y en los muros, entre las dunas, en los cercados, en las macetas que adornan la modesta cal de las fachadas de las casas salineras. La alfombra de oro nuevo de la horizontalidad del paraíso.









Verdaderamente fue el encuentro de dos aguas lo que hizo esto, el viejo delta del río prehistórico rebautizado musulmán, Guadalete, y el mar de la bahía, el mar que siempre ha empujado por los caños, desaguaderos de los ríos que venían, como todos los ríos vienen, de una montaña interior, resbalando por las piedras, arrastrando las ramas secas, los sedimentos, las hojas, la flores muertas, lenta, infatigablemente hasta la orilla. No es cuestión de datar, es momento de mirar esta engañosa horizontalidad, este cielo ajeno. Y en medio del paisaje la perplejidad del que acaba de encontrar la belleza insuperable de rosas flamencos patilargos en medio del incendio de un paisaje de fuego que flamea borroso, sobre una lámina de agua que azota el levante con su látigo de cien colas de aire. O los gaviotones majestuosos sobre este aire. O la certidumbre de los peces, tras de la despeinada superficie de las aguas de los esteros. Digo las zapatillas, los lenguados, los róbalos, las bailas, las mojarras, las lisas. Las anguillas. De estero. Conviene insistir siempre. De estero. Como cuando decimos “de la bahía”, y hay que insistir también, que es presunción necesaria, refuerzo de lo humilde sublime. De la bahía. Y los camarones en los recodos, junto a los caños, en los caños menores, los reservorios. Y en el fango las gusanas para la pesca de caña, y los muergos, los cangrejos. Moros, coñetas, corredores y barriletes, que son los que dan las Bocas de La Isla. Y los langostinos, claro. Todo rebosa vida en esta horizontalidad engañosa hecha de sedimentos, sabidurías heredadas y clima. Digámoslo con la poesía antigua que nos hizo como pueblo: como hecho por la mano de Dios.

Pero hablamos de un parque, de una naturaleza contenida en un espacio que no delimita el demanio, ya que de orillas hablamos, sino la inconcreción de la marea. “Hasta aquí llegó…”, podríamos decir para fijar una frontera difusa a la que habría que hacerle la media aritmética de lo siglos, digo mal: de los milenios. El Plioceno, oiga. Y es que falta imaginación para circunscribir el paraje en una glaciación, en una década de lluvias incesantes o en un lustro de sequía inmisericorde. En el milenio no sé cuántos. Lo que hay, hay. O sea, la bahía, los ríos que a ella vienen trayendo las aguas y los barros hasta el Trocadero y, más arriba, una de las estampas más bellas de este fulgor, con sus barquitas fondeadas y su caserío de piedra de dos siglos, y los caños, por el Fuerte de San Luis. Claro, y toda el agua que encontramos en las piezas, los esteros antiguos desdibujados, los modernos y geométricos en donde hace años se asienta la industria de este tiempo, el cultivo del mar, las modernas granjas de peces, la esperanza de caladeros esquilmados, plataformas atacadas y el peligro de la extinción de la pesca. Y de los peces. Los esteros de las marismas naturales de Los Toruños, Sancti-Petri, Río Arillo y el Trocadero.

  

Es solo una muestra de la avifauna gaditana del Parque Natural de la Bahía, en donde la vida explota en múltiples formas generando un sinfín de hermosos nombres unidos a la sentimentalidad de sus habitantes, como sapina, el alga que cuando seca se echa al leño de olivo o de viña seca al rojo en donde se asan las zapatillas, “sobre el campo”, y los róbalos, para el festín humilde de aquellos mariscadores y salineros que cosechaban in illo tempore los esteros. Pescados de blanca carne y sabor único e inimitable que se comía a pellizcos de dedos heridos por la sal, el sol, el agua rosa de los salinares y la madera del rastrillo con que se peinaba el cristalizador. Y honrado pan de telera. Que no se me olvide. Decía sapina, pero también quise decir lentiscos, bufalagas, retamas, espinos, coscojas, jaguarzos moriscos, palmitos, acebuches, esparragueras. Y los prados de gamones, flores de la corona, cebollas albarranas, ajos silvestres, espárragos de salinas entre los dulces prados humildes y pequeños y amarillos, la dulce marisma antigua.

El límite, decía, está en las orillas. Del mar, de la bahía, de los caños. Del río. De todo lo que fue agua movediza, inquieta. Por el lado de Chiclana el trecho lo marcó Sancti-Petri, en uno de sus brazos. Quizá fuera de río a río, de caño a río. Con los pinares esparcidos en un paisaje bajo junto a terrenos cuajados de viñas. Los pinares siempre fueron el polen esparcido que caía en buena tierra, junto a las últimas vueltafueras. El resultado es una continuidad del paisaje: agua derramada y recogida, pinares, trechos, superficies de labor, tierra buena. Y el frescor del mar abierto, esa presencia de lo húmedo, de lo vivificante. Y el sol, la luz infinita. En la parte de aquí del océano, en la de allí del golfo, en la de aquí de la bahía y de los caños. El cielo siempre fue alternativamente húmedo, y seco. Por ello cristalizaba la sal hasta amontonar de pirámides los lados del antiguo camino real, y la carretera de Algeciras y Gibraltar, por Chiclana, dividida en Banda y Lugar por el Iro, que junto al Zurraque, desembocará en el caño de Santi-Petri. Pero además era la salud, el frescor que aliviaba lo tórrido y lo tórrido que nos libraba de los reumatismos de lo húmedo. Como si dijéramos hecho por Dios y diéramos a la Ley de la Naturaleza el albedrío con el que configuró su privilegio esta geografía inconcreta de demanios, obra humana y tiempo. Como la vida misma.


Estamos hablando, como si dijéramos, de un pañuelo. Con sus cuatro puntas de mar a mar, sus cuatro puntos cardinales de pinares compactos. En un extremo el esplendor dieciochesco de Cádiz, con su puerto y su puente desde el que se ve el seno de agua de la bahía, y el descenso hacia el Trocadero, en Puerto Real, la Punta de los Saboneses. Esto es: pinares, caños, el San Pedro que fue río y el Guadalete ya entregado en el mar, y donde empezaba, o terminaba lo inundado, lo inundable. En el imaginario paseo interior, por los muros de los esteros, el caminante puede descubrir esplendorosos mosaicos de casas romanas fastuosas, con solo escarbar un poco, con el resto de un ajuar conservado en lo siglos. Todo es así, en la tierra firme, junto al agua, las mansiones de los ricos de Roma, las modestas casas de salinas, el poblado definitivamente desaparecido de ramajes de retamas, maderas cogidas de aquí y de allá, del pasado, y la presión urbanizadora que ha rellenado salinas, esteros, para plantar los edificios desde cuyas ventanas y balcones se ve todavía el prodigio de la bahía de los mitos, esa inconcreción que Rafael Alberti, que Dios guarde, llamó “todo lo dichoso”.


Aquel Cádiz, y éste, si nos bajamos del campanario desde el que muchos interpretaron la historia, o se la inventaron para uso doméstico, se extendía desde La Caleta, con su islote fortificado, hasta el puente de Zuazo, mitad la vieja Isla, mitad Puerto Real por el ojo mayor, una raya en el agua que corría abajo, o se aquietaba. Y la Carraca unida a tierra firme. Una isla sola, con el peñasco en donde erigieron un templo al dios Melkart, que luego fue Herakleion y faro de oro hasta que los musulmanes, inconoclastas, lo tiraron a tierra que hoy son rocas en donde rompen las olas con estrépito y blancor. Como los budas de Afganistán al polvo de agua, igual. Otra isla. Y el trozo inconcreto que estaba al alcance de la mano desde la Punta del Boquerón hasta el poblado almadrabero de Sancti-Petri, cruzando el agua, que todo toma el nombre del caño, al parecer, cristianado después de Roma en la Roma misma, como casi todo en este espacio de horizontalidad y gloria bendita.

Casi todo era lo mismo, una verdad del paisaje que se repetía por donde salían los caños, o entraba el mar. Quizá porque el agua es como el alma de la mística, que busca y rebusca hasta encontrar siempre. O morir. “Ámbito marino, planicies fangosas, caños, marismas, salinas. Y pinares.”, dice el tratadista. Horizontalidad, diría el poeta. Y cielo. Porque todo el entramado de ámbitos sencillos, sin la luz, no podrían imaginarse. Sin las luces. Que algo tiene el mar sobre el que la luz rebota, espejea, rebrilla, cabrillea. Ni el agua que se aquieta siempre. Y además están las estaciones, quiero decir la luz con la lluvia, la luz de la lluvia. O de la tarde. La luz del mar todavía no engullido. La luz de los amaneceres otoñales. La luz de diciembre. La luz triste de los inviernos duros que algunos años vienen. La luz de las primaveras infinitas. La luz de todo el año. Y la bahía como una paleta con todos los colores, el mar como un museo del mar, una pinacoteca marina de marinas y paisajes de azules que se funden en azules de cielo, infinitud y tiempo. Más el color de lo silvestre que anida en los muros, decora, tapiza, alfombra la engañosa planicie inexistente en la vuelta de Torregorda, por La Algaida, en las salinas de todo el espacio natural, en los esteros de toda la bahía, lo inconcreto, movedizo del paraíso.

Agua, cielo y la obra humana es este parque natural que fue defensa de la Patria encogida en La Isla y Cádiz, cuando los franceses, en 1810, donde las bombas que tiraban los fanfarrones, ¿recuerdan? Y por eso medio arrumbados están los baluartes, más allá del puente de Zuazo, la piedra fuerte ahora caída que defendía las ciudades a las que se limitaba la España esquilmada, aherrojada, de Napoleón. Entonces la delicia de caños, la explosión de vida, fue el infierno del transporte de la invasión, y morían los corceles con sus esbeltos jinetes sanguinarios, y no pasaban las cureñas con los cañones, ni la infantería que dominó Europa, que allí cayó en fango, en agua, para ser pasto de cangrejos, olvido de la historia. Porque los salineros, los mariscadores, los carpinteros de ribera, la pacífica gente de esta laboriosa bahía del asombro, de esta naturaleza milagrosa, junto con los soldados que nunca se doblegaron, pararon los pies de Bonaparte.

Peces, plantas, pájaros. E historia. Quién diría que sobre el mismo solar, el mismo milagro de aguas, mareas, fangos, discurrió la historia. Quiero decir aquella historia de una ignominia. Pero volvió la horizontalidad, volvió el agua con su misterioso canjilón de la marea, y la vida ajena que serpenteaba por el espacio natural de la bahía volvió. Hasta nuestros días. Con su empuje de habitación, de caserío, de espacio que recortar para una industria, un comercio, esta dialéctica de conservar y servirse de lo existente multisecular, milenario, para el vivir de lo presente, de lo mañana más que de lo de ayer, de lo pasado. Sin lo futuro. Todo se adapta, pues, al hombre que labró esta geografía esencial sobre lo existente, que enderezó las líneas que se cruzaban, que serpentearon al antojo del agua desde el principio. Están los puentes y los caminos, las rotondas, los polígonos industriales, las habitaciones sobre lo que fue aire, pájaros que volaban, retamas, brezos, bufalagas y azucenas de mar, el aire que fue encrucijada de pólenes de mil especies, trasiego de mil apareamientos. Vida. Milagro todavía palpable, tangible, visual, táctil. Maravilla quizás más que cosa alguna, que no sólo el amor habla. Mi palabra.

La Isla, abril de 2005_

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