miércoles, 25 de abril de 2007

El Pinsapar / EL LADRILLAZO


____ El ladrillazo

No me digan que la metáfora no es maravillosa: el ladrillo se desinfla... De hecho, llamar ladrillo a la metonimia de lo que es la maraña por excelencia debería reconciliarnos con la capacidad inmediata de la lengua española y de los hablantes, que encuentran la fórmula sintética a cuyo reclamo acuden todas las imágenes, desde la superpoblación de agencias inmobiliarias en algunas ciudades hasta el nauseabundo circo de Marbella, colofón y culmen de la vertiente delictiva... del ladrillo.

El ladrillo es como el esfínter del que escribió con singular maestría el genio de Quevedo en su El Caballero de la Tenaza, el famoso opúsculo de las gracias y desgracias del. Que ahora los analistas económicos hablen de su inminente crisis, precipitada por la caída en bolsa de las acciones de una de sus empresas más significativas, además de servir para el “ya lo decía yo” que decían los que fueron tildados de agoreros cuando lo decían, que lo han dicho, pone los pelos de gallina a una muchedumbre de gente que vive... del ladrillo.

Esta es una de las razones por las que no me acabo de creer que el ladrillo se desinfla y que va a llegar la teoría del dominó a este importante segmento de la actividad económica de España. Desde los ayuntamientos que viven de poner por las nubes el precio del suelo, para hacer caja, hasta los bancos y cajas que hace caja continuamente con esta angustia tan grande de lo pronto que llegan los primeros de mes cada mes, que es la fecha en la que se paga la letra del piso, los treinta y cuarenta años que se paga la hipoteca... del ladrillo.

No sabemos bien, a día de hoy, si esta caída del globo del ladrillo es una caída libre o una voladura controlada para que un sector del ladrillo se haga con el control de más parte de la tarta de ladrillos que es la economía española actual. Lo cierto es que nos dicen que el ladrillo tiene tanto dinero que se ha metido en el sector eléctrico comprando las acciones de Endesa que ponerlas junto a las italianas de Enel para poner a Pizarro, el héroe de la resistencia a la opilla catalana, en lo redondo de la calle. Por ser amigo de Aznar. La verdad es que es muy del ladrillo esto de ser amigo o no serlo de Aznar, digo de Zapatero. Se lo pregunte a Conthe y al ladrillazo que ha pegado en el Parlamento a cuenta de, precisamente, la opa a Endesa del ladrillo, entre otros.

Se desinfle o no, el ladrillo va a estar ahí. ¿Es cosa de necios confundir valor y precio? Ah...

Diario de Cádiz
El Pinsapar
2007 04 25_

lunes, 23 de abril de 2007

Calle Real / ESTÁTUAS OBLIGATORIAS




_______ Estátuas obligatorias

Fernando Miranda, su amigo Agustín Fernández, el Guti si estuviera entre nosotros, otros así de cañaíllas como la copa de un pino podrían decirle a De Bernardo, a Pedemonte, a Fernando López Gil, a los demás candidatos de mayo quienes fueron Chicha, Mariano, Cría, Alías, Chispa, Cantón, Luis Periñán, Devesa, Jiménez… La selección de los once jugadores del Club Deportivo San Fernando de todos los tiempos que podrían formar el bronce inmortal del equipo azulino en la Plaza de las Esculturas, que además es un trozo de aquel viejo Madariaga en cuyo verde césped surgió la hazaña, la gloria y la memoria que nunca debe sepultar el olvido.

El grupo debería encargarse a varios escultores, para que el conjunto sea más rico todavía en formas, estilos, sensibilidades. Pienso en Alfonso Barraquero y en Antonio Aparicio, como es natural, porque son nuestros escultores máximos, pero también pienso en otros isleños que podrían acometer el trabajo, o en otros escultores invitados para la ocasión. Once esculturas, once escultores puestos de acuerdo en el conjunto, quienes estén en cuclillas, quienes de pie, quienes abrazados, quienes con las manos detrás o sobre los hombros de sus compañeros. Se trata de emular las viejas fotos sepias de los años 30 y 40 y 50 y 60 del siglo pasado, los años que fuimos felices y jugábamos en Segunda División, que venía el Zaragoza, y el Murcia, el Huelva, el Levante, muchos que subieron y bajaron y algunos que subieron para nunca bajar y ahí siguen, en la cumbre del fútbol español.

Antonio Moreno puso en bronce a Rafael Ortega, que también fue una estatua obligatoria, y a la Lola, la que cuando se iba a los Puertos La Isla se quedaba sola… Hay en la reciente memoria un Antonio Moreno patriota cañaílla que deben tomar como ejemplo quienes lleguen ahora. No el político que recalificó el suelo de Fábrica de San Carlos, que creo ha sido su gran error político, sino el isleño fiel a la tradición de su ciudad natal, su primer amante. No sé si el callejero recoge estos nombres que tengo por gloriosos, los nombres de los once jugadores del imaginario de la felicidad de La Isla inmortal, pero ese Parque de las Esculturas debería incluirlos bajo el cielo azul o la lluvia que los cubrió un día. Desde las gradas derribadas se oirá algunas tardes el estruendo de las palmas y el indesmayable grito de la victoria. Puede que el bronce sonría y asome su estatura la vieja noria de la huerta de Mainé. Hagámoslo posible, por favor.

Diario de Cádiz
Calle Real
2007 04 22_

viernes, 20 de abril de 2007

El Pinsapar / CLAUDIA













___________ Claudia

Jamás podré olvidar el día de hoy, miércoles señalaíto de Delphi y Claudia. Mi alegría inmensa junto a la desolación de toda la comarca, silenciosa y cerrada en protesta por el cerrojazo empresarial y la angustia de miles de familias gaditanas ante un nuevo horizonte de desempleo y desesperanza. Pero decía Claudia, y Delphi. Claudia es, perdonadme la alegría, mi primera nieta. Ayer miércoles, ahora que lo escribo, está llegando a Cádiz desde el misterio de la vida. Mi primera nieta llega a este Cádiz precisamente en un día como hoy, gris, triste, solidario y en cierto modo angustioso. La frecuencia de las dilataciones, el afán de su ginecólogo, de todo el personal que hace posible la felicidad de una nueva vida, en una Residencia que sirve un café, mil gracias, en este día de cafeterías cerradas, de todo cerrado como expresión de la oscuridad que se cierne sobre la bahía de Cádiz, de nuevo en la deslocalización, en la pérdida de pulso, en el castigo a su esperanza de trabajo y dignidad.

Claudia está llegando a Cádiz. Aguardamos los abuelos de padre y madre, y la familia lejana espera el timbre del teléfono. Vendrá con un pan bajo el brazo, como suelen venir los hijos, pero en esta ciudad hoy sombría por Delphi. Hasta donde no alcanzamos a ver llega la incertidumbre. Claudia va a llegar en el día señalíto de esta nueva seguiriya de Cádiz que habla de la desesperanza y la injusticia. Todos tenemos derecho al trabajo. Por supuesto. Como los miles de empleados por esta multinacional norteamericana que no dice que ha encontrado un nuevo nicho laboral de mansedumbre y bajo coste. La competitividad está ahí, en el abaratamiento de los costes para hacer frente a los otros nichos emergentes de empleo, las criaturas que pueden trabajar por la subsistencia y poco más las horas y horas que sean necesarias. Lo que fue antes acumulación de capitales es hoy la competitividad, o sea. El sistema de garantías sociales es puesto en peligro por los sistemas de no garantías sociales, el nuevo esclavismo. Sudeste asiático, China. Y también Europa. Libertad de mercado puede significar que Delphi se vaya a Polonia, donde todo es más barato. Desde Puerto Real a Varsovia ahora para un día Rumanía o algún otro país más necesitado todavía, más “competitivo”. La herencia es este día señalíto, esta comarca gaditana ampliada, los 19 pueblos y ciudades que han echado las barajas y los cerrojos y han dicho basta ya, no hay derecho, estamos con Delphi.

Mi nieta Claudia va a llegar definitivamente a Cádiz este miércoles de espinas, digo de Delphi. Tan pequeña, tan indefensa… Qué día tan señalaíto, Dios mío, para nacer.

Diario de Cádiz
El Pinsapar
2007 04 19_


martes, 10 de abril de 2007

TRAFALGAR, VEJER


______ Todo lo he olvidado. Subo la escalera, pina, de tres descansillos, hacia las habitaciones de arriba. La entrada sigue siendo la entrada de 1805. Sobre el dintel hay un letrero comercial, quizá. Trafalgar. Y los balcones de la vieja casona con su herrería de fragua recién pintada. Las paredes blancas, de cal. El cielo azul arriba, sin nubes, de la tarde que declina hacia el noroeste.

La entrada es umbría a esta hora incierta en que el sol ya va de retirada en la espalda de esta fachada que da al mar que no se ve, y la habitación de abajo habilitada de comedor del Trafalgar tiene la música muy suave de un cuarteto de cámara, luces amables y amarillas, tres comensales silenciosos. Se sube por unos escalones de antiguas y modestas losas de grises predominantes, con dibujos. Y cantos de madera, gastados. Viguerías de pino pintadas de castaño muy oscuro en los techos. En el vano del primer descansillo un Trafalgar de Baroja, el de Alianza Editorial, enmarcado. Y en un testero del segundo descansillo una carta del Instituto Hidrográfico de la Armada, magnífica, como todas las que han salido de las prensas del centro gaditano. Cabo de San Vicente. Trafalgar. Con las medidas de los fondos, las cuerdas de números hacia el alta mar.
  
La habitación de arriba no la abren siempre, primero llenan la de abajo. Cuando todas las mesas están ocupadas hacen pasar a los clientes arriba, las dos habitaciones unidas, irregularidad completa, polígono de siete lados, puede que seis. Es por la vista a la plaza. Azulejería sevillana, cuerpo central con plantones y flores, una farola de tres brazos.

Como mimo, seña de identidad de Vejer, piedra preciosa incrustada en un caserío blanco que serpentea, ramonea como una cabra por el monte tras las murallas de piedras duras de cuando entonces. Desde el que se ve el mar. A la izquierda, abajo, Barbate. Y los Caños de Meca. El Palmar más cerca. Esa porción de litoral, la línea apenas quebrada por las calas y los pequeños puertos de pescadores. Desde Santa María hasta donde da la vuelta el agua. Playa de Poniente. Las playas dunares a donde llegaron los cadáveres de aquella batalla, la luz como un incendio, la arena blanca para mirar toda la paleta del mismo mar de entonces, el mar que cabrillea o se emploma cuando llueve sobre el agua, el mar que azulea o verdea según la hora y la estación, el mar bajo la luna, el mar bajo la noche cerrada como boca de lobo, el mar de las pleamares, el mar de las bajamares, el mar de las tormentas y los naufragios, el mar por el que llegó a Cádiz el púnico y el griego y el romano. El mar que nos robó Horatio Nelson para que el Corso no le robara la tierra de su tierra, con Godoy de figurante de un drama, con Su Majestad que Dios guarde como espectador atónito e indolente de ese mismo drama que todavía nos atenaza algunos días. Y con tanta sangre, con tanta sangre, sobre todo con tanta sangre. ¡Una batalla perdida se parece tanto a otra batalla perdida! 

Pero casi lo he olvidado todo mientras voy subiendo las escaleras y mirando los cuadros de barcos pintados del siglo XVII, y XVIII, los barcos de Gibraltar. De Trafalgar. De Finisterre. Del continente que se fue alejando por la amura de estribor. Al garete para siempre. En el hueco de la pared de la sala, frente a los balcones y el cierro, han puesto una biblioteca. Gastronómica. Esto es un restaurante. Trafalgar. No una batalla. Ni un trozo de madera de la santabárbara, ni del castillo de popa, ni de los sollozados sollados de. Tampoco un astillado pedazo de la arboladura flotando al pairo por el azul del océano que llega manso a las playas. Pero por el balcón abierto, silencio, todavía se oye el griterío, el zumbido no demasiado lejano de los cañonazos, el fragor de la batalla -¿se dice así? No la derrota. Que fue del francés, incompetente, nos dicen. Es saludable echarle las culpas a los demás, casi benéfico, que sean los demás los que tengan la culpa. Para enterrar a los muertos, nada mejor. Un ceremonial imponente, con pífanos, tambores y banda de música. Militar, por supuesto. Y una buena descarga de fusileros con la primera palada de tierra sobre la fosa abierta. ¡Fuego! Que suene mucho para encogernos el alma, enjugar las lágrimas hasta secarlas del todo. ¡Viva España! ¡Viva El Rey!

“¿Los señores desean algo de beber?”
“Sí, por favor, cerveza fría. Muy fría si es posible”.

Doscientos años de aquello. Y no hubo fusilería, sólo cadáveres que llegaban a las playas. De Santa María, al norte de la batalla, en las puertas de Cádiz; de la Cortadura, de la Isla y Chiclana y Conil y Barbate y Tarifa. A todas las playas. Cadáveres por todas partes, los cadáveres de los campesinos enrolados a la fuerza en la flota de Su Católica Majestad y del Emperador, también de Su Graciosa Majestad el Rey de la Inglaterra, la Escocia, El País de Gales y la Irlanda, el nuevo emperador del mundo por 100 años. Después de la batalla sobre todo.

Miro distraído la carta. Hay diversas clases de atunes, y mojamas, como corresponde a la cercana almadraba de Barbate, abajo. Aquí en lo alto el caserío antiguo, el aire quieto de cuando se sube, que el tiempo se detiene. Y ensaladas de nouvelle cuisine, ensaladas de nombres poéticos, c’est normal, últimamente vienen muchos franceses, a quedarse. E ingleses. Compran su casita vieja y la arreglan por dentro y por fuera sin cambiar nada de la apariencia. Venir del smog al paraíso junto al aire que trajo a esta estancia aquella jornada que ahora nos presentan con un croquis animado, cómo los barcos del inglés maniobraron hasta penetrar por proa y popa de los aliados franco-españoles, disparando toda la artillería a proa y a popa, y girando hasta ponerse en los costados y seguir disparando a los atónitos marinos cuyos cañoneros, servidores, cuyas tripulaciones serían horas después cadáveres flotando en ese mar amigo, siempre cercano, siempre presente en nuestros ojos. Inmediatamente después de ser héroes. La flota de campesinos tomados en quintas por los reclutadores de Su Majestad el Rey de las Españas, y del Corso. Y de Su Graciosa Majestad. Ni Gravina, ni Churruca, ni Alcalá Galiano. Ni Villeneuve, ni Rossilly. Ni Nelson tampoco, claro. Ninguno. Este silencio que se percibe del tiempo inmediatamente después de una batalla planteada por la ambición para señorear esta parte del mundo y acabar perdiéndolo todo. El Santísima Trinidad era un barco imponente, daban miedo sus 136 cañones: 205 muertos, 108 heridos. Hundido. El Monarca contaba 74 cañones: 100 muertos, 150 heridos. El Santa Ana tenía 112 cañones: 97 muertos, 141 heridos. El San Justo, 74 cañones. El San Leandro, 74 cañones. Los San Agustín, San Juan Nepomuceno, Príncipe de Asturias, San Ildefonso, Argonauta, Montañés, Bahama, Rayo, Neptuno, el San Francisco de Asís… Ni cuento cañones ni muertos en esta cuenta incompleta. Ni heridos. Ni los buques apresados, conducidos a Gibraltar o sambenitados hasta la pudrición en las carenas de los restos del imperio español, aquellos navíos del pabellón de España con sus nombres emblemáticos e inolvidables. Y los otros, los Pluton, Fugueux, Indomtable, Intrepide, Redoutable, Neptuno, Bucentaure, Heros, Mont-Blanc. Tampoco los Victory, Temerayre, Neptuno, Leviathan, Britannia, Conqueror, Minotaur, Revenge. Con su pólvora y sus cañones, sus esloras y mangas, sus capitanes para la gloria, o la muerte, o la vergüenza. Finalmente todo es un batiburrillo de nombres, croquis, legajos polvorientos y celebraciones cada siglo, la celebración de una victoria, la celebración de una derrota, el buque que es enviado por el almirante español cada tiempo por ese mar ya sin sangre, ni maderos chamuscados, ni gritos, para depositar la corona de flores por aquellos marinos, aquellos campesinos a bordo, aquel día de espanto del que no recordamos nada, Dios sea loado.

Trafalgar, un restaurante con voluntad de buen servicio, de buena carta de vinos, de buena carta. En Vejer. Con sus paredes con grabados de barcos, con el Trafagar de Galdós, con la carta del Hidrográfico de la Marina, esta música de cuarteto de Haydn que suena ahora que va anocheciendo imperceptiblemente, este lubricán de sangre que se diluye en el aire negruzco del verano hasta que se funda la naranja gelatina del sol más allá del faro de Cádiz.

“¿Los señores tienen pensado ya sus preferencias?”
“¿Habéis tomada ya una decisión?”

Gravina, cuentan, convenció al francés para que no saliera de Cádiz. Duró unos días. El francés quería salir en pos de la gloria. Cuentan que Napoleón estaba indignado. Lo que quería era la invasión. Cuentan la batalla, escriben, describen. Dibujan. Y hay este aire quieto aquí, estas cadencias del violín, la viola, el cello. Aquellos apellidos, los cien modos de preparar el atún en este Trafalgar amable, confortable y cálido en cuyas mesas nunca bendijeron los alimentos que iban a tomar Horatio Nelson, ni Collingwood, ni King, ni Hardy, ni Harvey, ni los otros oficiales de la escuadra triunfadora. Tampoco Pierre Charles de Villeneuve, ni Magon o Dumanoir Le Pelley, ni Magendie ni Jean-Jacques Lucas. Somos otros españoles ahora los que nos allegamos hasta este rincón amable, esta fama del atún, las ensaladas, los pescados y mariscos del litoral de la batalla. No vendrán nunca Cayetano Valdés o Baltasar Hidalgo de Cisneros, tampoco Alcedo, Álava, Uriarte. Ni sus oficiales, sus timoneles, artilleros, sanitarios, pañoleros, infantes de marina, soldados, campesinos sobre aquellas maderas apresadas, hundidas, ardidas en medio del mar hoy tan dulce en este crepúsculo con balcón abierto.

“Por favor, ya sabemos lo que vamos a pedir”.
“Los señores dirán…”




El Pinsapar / MUSEO DE LAS GANADERÍAS


______ Museo de las ganaderías

Hay un espacio inconcreto que arranca de la tierra media entre Medina y Paterna que mira a Alcalá de los Gazules y se derrama hasta los predios de Algeciras, en donde se concentran las ganaderías gaditanas. Hablo de Los Alburejos, y Torre Estrella, de Jandilla, Cebada Gago, Carlos Núñez... Es como un núcleo extenso de paisajes con toros bravos que pacen pacíficos en los oteros, los valles, las ondulaciones y los llanos. Dehesas, cotos de caza, tierras de labranza se alternan con este paisaje insólito. En los cortijos cuelgan de las paredes las cabezas de viejos toros inmortales con sus leyendas, los nombres de las plazas en donde brilló su bravura y, con ella, surgieron las faenas inolvidables de los grandes maestros del toreo. Y en las vitrinas están muchos de los trofeos alcanzados. Las genealogías de la bravura, tan antiguas y conocidas como los apellidos de los ganaderos o más, están enmarcadas en las paredes. Es una platería de bustos, monteras, mayorales de plata que conducen el ganado, estoques, capotes, muletas...

En esa geografía mágica hay placitas de tienta a donde los diestros acuden con sus sueños y las dibujadas faenas en la cabeza. Tras de los portales de los blancos cortijos, los caminos entre árboles llevan a las caballerizas, a los patios, los corrales, los encierros. Peones y mayorales, a caballo, cuidan los pastos de las fincas, miran a los toros, anotan las cubiertas a las bravas vacas. Ningún día es el mismo día de cada jornada interminable. El ganadero calla y observa, cavila y trenza nuevas bravuras, aparta otras corridas. Digo que cada uno lleva su afán y reza para lo suyo pero que esa riqueza tiene un escaparate que no se ha levantado, un museo que nunca nadie ha ofrecido, con sus salas cos sus nombres, ya decía, Cebada Gago, Jandilla, Carlos Núñez, Torre Estrella, Los Alburejos...

Es lo que quiero poner aquí para que lo contemplen, siquiera. En Medina Sidonia podía ser, por su término: El Museo de las Ganaderías. Ofreciendo la casa grande, si la hubiera, el terreno para construirlo, las fórmulas para que sea una realidad. Con su ruta, la visita a las dehesas, las tientas, los restaurantes que se levanten, los caballos que se monten. Único en España y anticipo de cualquier otro. Vienen de todas partes al golf, el sol y la playa. También podían venir a esto y subirían muchos enteros las acciones de esta provincia que tanto lo merece y tanto lo necesita. Todo está a la mano, muy cerca de cualquier ruta. Es cuestión de creer que se puede, y hacer realidad el sueño.

Museo de las Ganadería. Medina Sidonia (Cádiz).

Diario de Cádiz
El Pinsapar
2007 04 11_



sábado, 7 de abril de 2007

El Pinsapar / TRUJILLO, CÁCERES


_________ Trujillo, Cáceres

Trujillo, Cáceres. Y Mérida. Como el “y Sevilla” de Manuel Machado que canta a las Andalucía. Mérida. Digo que llego de aquellas tierras vecinas completamente emocionado. Ha sido un sueño. Las piedras de los antepasados, Roma, Al Andalus, los años medios. Y el milagro de que esté todo allí, no hayan hecho ni el tiempo ni el hombre su triste trabajo de guadaña. Para nuestro gozo. Desconocida Extremadura maravillosa, en pie y ya para siempre, ya para siempre. Palabras faltan, digo, para expresar la pared sillar, la perspectiva del otero en donde plantaron un castillo, las casas solariegas, los palacios blasonados, los empedrados que zigzaguean, las plazas de toda piedra, de pura piedra casi eterna, el aire inmarchitable de lo que sin duda fue un tiempo demasiado lejano. Lo enhiesto, noble, firme. Y bello. En las iglesias, en las almenas, en los conventos, en los arcos sarracenos, en los caseríos. Y Mérida merecida, emérita. Ciertamente augusta, alcazaba, columbario, teatro, anfiteatro, circo. Retablos de oscuras maderas, catedrales, altos campanarios desde donde se ve un horizonte infinito y tañen las campanas a boda, a alegría. Campanarios para mirar el campo que las circundan. A las ciudades, los pueblos. Llanos fríos de estos días, con brillos de escarchas de amanecida, cazadores con perros en los cotos bajo un sol esquivo, bajo nubes persistentes. 

No es justo que una tierra con estos tres diamantes esté a la cabeza de las regiones subvencionadas, ocupe los primeros puestos de la renta más baja. No se debería confundir la honrada humildad de sus gentes con la injusticia, el abandono. De todo lo que no llegó nunca después de aquella foto gris de Alfonso XIII, que Dios guarde, en Las Hurdes, el Rey en un borriquillo con su corte atónita, en aquellas escarpaduras, esas tildes del abandono de una tierra, tan española. Trujillo, Cáceres. Y Mérida. Hay que ir allí y sentarse a contemplar la piedra dura labrada en muchos siglos, mirar el aire con las nubes de estos días, ver el afán de sus gentes, las hospitalaria actitud de sus taxistas locuaces y honrados, los jóvenes que pasean las avenidas, el deseo que se aprecia de crecer un pueblo, una región, Extremadura, oidme. 

Cierro los ojos y la emoción persiste, tan a mano ese solar de pueblos laboriosos y esta corona de tres diamantes de piedra viva que refulge. Un poco de Huelva y subir entre dehesas, linderos de piedras lajas, ovejas en rebaños tranquilos, ibéricos distraídos que rastrean las bellotas caídas de los árboles. Un tejido vale menos que un microchip pero muchísimo más que esta loncha de jamón incomparable sobre la losa blanca de un plato de apariencia tan modesta. Algo está mal hecho, qué duda cabe. 

Viajar es convertirse, sumergirse en el agua de un nuevo bautismo. Ahora me llamo Cáceres, Trujillo, Mérida. Del mismo modo que me llamo con el nombre de todas las ciudades que he visto, entrevisto, y amado. Lo digo con toda la ley de aquel poeta melancólico y enamorado: conmigo vais, mi corazón os lleva.

Diario de Cádiz
El Pinsapar
2007 04_

miércoles, 4 de abril de 2007

HORIZONTAL Y CIELO



______ Horizontal y cielo.

Desde las calles tiradas a cordel de los pueblos de la bahía, entre relumbres de racionalidad, blancor de enhiestas almenas, repujados cierros y abiertos balcones, cal y roca ostionera hasta los dinteles de las puertas blasonadas y nobiliarias, casapuertas que dan a patios con aljibes, escaleras de fríos mármoles, tan apetecibles en los veranos de levante sin misericordia, que dan a galerías al aire cubiertas por monteras de cristales multicolores, y azoteas, que es desde donde se puede ver el mar, el mar de la bahía y el abierto, atlántico, exterior, todo es horizontal. Y cielo. Quiero decir que hay un horizonte visible cuya mayor elevación es Medina, Medina Sidonia, como de nieve blanca que se desliza y difumina por la ladera que mira a Chiclana, y a La Isla, a Puerto Real y al Puerto de Santa María. Y las borrosas alturas de la sierra en donde Cádiz guarda sus secretos anteriores a la llegada de lo púnico, y lo griego, lo romano. Digo el Tajo de las Figuras, pero sobre todo la prehistoria de Alberite, en los predios de Villamartín. Y Ocurris, en un recodo del camino que desciende a la blanca maravilla de Ubrique.


Todo está en un espacio inconcreto que, visto desde aquellas alturas, queda antes de una línea luminosa, cegadora en las tardes abiertas de agosto, tras de los campos de cereal, las dehesas donde pastan los toros bravos y las viejas viñas desaparecidas en donde plantaron apartamentos, chalets y caminos de asfalto que llevan a las playas, y a los campos de golf. Y los pinares dibujados y verdes, redondeados y dulces junto a la tierra roja, amarillenta o albariza. 

Es un espacio plástico horizontal que si fuéramos pájaros, o cometas al vuelo con sus cintas de colores contra el aire que llega del mar, veríamos llenos de vericuetos, zigzagueos, abstracciones, dibujos. Se trata de una red capilar de caños, esteros y salinas que un tiempo llenaron de pirámides blancas la visión de los caminos. El Parque Natural de la Bahía de Cádiz. 

Y sobre el agua las aves que se posan y que sobrevuelan, como los chorlitejos, correlimos, agujas colinegras y chorlitos grises de las bajamar. O las avocetas, cigüeñuelas, charrancitos… Y en menor cuantía los archibebes, las ánades reales, canasteras y gaviotas argénteas, por los muros de las viejas salinas de la Tapa, San Carlos, La Covacha, El Consulado, El Vicario, Los Hermanos, La Molinera, San Alejandro y Santa Teresa. Y la popularidad de los flamencos, habituales inquilinos de las salinas gaditanas muchos días, en la lejanía rosa y fuego de los atardeceres.

A simple vista, sin embargo, los caminos no hacen que nos distraigamos de la incierta monotonía de un paisaje sin apenas árboles, sin apenas curvas, laderas cuajadas de olivos que descienden, hondones y caseríos blancos colgados en las crestas de los montes. Porque todo sigue una horizontalidad engañosa, de montones como parapetos tras de los que descansa el agua y algún trozo del caño que serpentea y se detiene al pie del asfalto, casi.

Horizontal es el agua, también. Sobre limos secretos, estabulada. Sobre metálicos fangos, como de plomos brillantes y esmeraldas mojadas en la bajamar, con intensos verdines mates. La mayor obra de civilización de siglos, los esteros, las salinas, la domesticación del mar. Junto a los caños y sus flujos mareales, tan sincopados aunque allí cerca el viento meta olas y revuelva el agua en las dos playas que el tajo de Sancti-Petri divide el litoral en su desembocadura, por esta parte: Camposoto, también llamada La Playa del Castillo, por lo que nunca fue un castillo, Sancti-Petri, sino un islote fortificado del mismo nombre del caño, y La Barrosa. Y luego una larga lengua de arena rubia, fina, caliente. Hasta donde da la vuelta el agua, en la Punta de Europa. Más o menos.

El agua, pues, por dos caminos fue haciendo el parque natural de la bahía. Esta del mar empujando por las playas, metiendo hacia adentro el agua, hasta los remansos de los esteros con sus abiertas compuertas, como guillotinas de vida. Porque entran las aguas nuevas para mezclarse con las aguas que estuvieron quietas, sin que los peces salgan, las aguas ya exhaustas. Y las aguas del río, que vienen de arriba, de por donde Jerez, el Guadalete. Y el San Pedro, ya brazo de mar por el cauce interrumpido río adentro, que tras un zigzagueo al sur del Guadalete vecino, hace la recta que divide en Algaida y playa de Levante, hasta el Trocadero, en tierra puertorrealeña, este otro paraíso. Pero es muy pronto para hablar de peces, ni de pájaros, ni de plantas, ni de modestas flores en los montones y en los muros, entre las dunas, en los cercados, en las macetas que adornan la modesta cal de las fachadas de las casas salineras. La alfombra de oro nuevo de la horizontalidad del paraíso.









Verdaderamente fue el encuentro de dos aguas lo que hizo esto, el viejo delta del río prehistórico rebautizado musulmán, Guadalete, y el mar de la bahía, el mar que siempre ha empujado por los caños, desaguaderos de los ríos que venían, como todos los ríos vienen, de una montaña interior, resbalando por las piedras, arrastrando las ramas secas, los sedimentos, las hojas, la flores muertas, lenta, infatigablemente hasta la orilla. No es cuestión de datar, es momento de mirar esta engañosa horizontalidad, este cielo ajeno. Y en medio del paisaje la perplejidad del que acaba de encontrar la belleza insuperable de rosas flamencos patilargos en medio del incendio de un paisaje de fuego que flamea borroso, sobre una lámina de agua que azota el levante con su látigo de cien colas de aire. O los gaviotones majestuosos sobre este aire. O la certidumbre de los peces, tras de la despeinada superficie de las aguas de los esteros. Digo las zapatillas, los lenguados, los róbalos, las bailas, las mojarras, las lisas. Las anguillas. De estero. Conviene insistir siempre. De estero. Como cuando decimos “de la bahía”, y hay que insistir también, que es presunción necesaria, refuerzo de lo humilde sublime. De la bahía. Y los camarones en los recodos, junto a los caños, en los caños menores, los reservorios. Y en el fango las gusanas para la pesca de caña, y los muergos, los cangrejos. Moros, coñetas, corredores y barriletes, que son los que dan las Bocas de La Isla. Y los langostinos, claro. Todo rebosa vida en esta horizontalidad engañosa hecha de sedimentos, sabidurías heredadas y clima. Digámoslo con la poesía antigua que nos hizo como pueblo: como hecho por la mano de Dios.

Pero hablamos de un parque, de una naturaleza contenida en un espacio que no delimita el demanio, ya que de orillas hablamos, sino la inconcreción de la marea. “Hasta aquí llegó…”, podríamos decir para fijar una frontera difusa a la que habría que hacerle la media aritmética de lo siglos, digo mal: de los milenios. El Plioceno, oiga. Y es que falta imaginación para circunscribir el paraje en una glaciación, en una década de lluvias incesantes o en un lustro de sequía inmisericorde. En el milenio no sé cuántos. Lo que hay, hay. O sea, la bahía, los ríos que a ella vienen trayendo las aguas y los barros hasta el Trocadero y, más arriba, una de las estampas más bellas de este fulgor, con sus barquitas fondeadas y su caserío de piedra de dos siglos, y los caños, por el Fuerte de San Luis. Claro, y toda el agua que encontramos en las piezas, los esteros antiguos desdibujados, los modernos y geométricos en donde hace años se asienta la industria de este tiempo, el cultivo del mar, las modernas granjas de peces, la esperanza de caladeros esquilmados, plataformas atacadas y el peligro de la extinción de la pesca. Y de los peces. Los esteros de las marismas naturales de Los Toruños, Sancti-Petri, Río Arillo y el Trocadero.

  

Es solo una muestra de la avifauna gaditana del Parque Natural de la Bahía, en donde la vida explota en múltiples formas generando un sinfín de hermosos nombres unidos a la sentimentalidad de sus habitantes, como sapina, el alga que cuando seca se echa al leño de olivo o de viña seca al rojo en donde se asan las zapatillas, “sobre el campo”, y los róbalos, para el festín humilde de aquellos mariscadores y salineros que cosechaban in illo tempore los esteros. Pescados de blanca carne y sabor único e inimitable que se comía a pellizcos de dedos heridos por la sal, el sol, el agua rosa de los salinares y la madera del rastrillo con que se peinaba el cristalizador. Y honrado pan de telera. Que no se me olvide. Decía sapina, pero también quise decir lentiscos, bufalagas, retamas, espinos, coscojas, jaguarzos moriscos, palmitos, acebuches, esparragueras. Y los prados de gamones, flores de la corona, cebollas albarranas, ajos silvestres, espárragos de salinas entre los dulces prados humildes y pequeños y amarillos, la dulce marisma antigua.

El límite, decía, está en las orillas. Del mar, de la bahía, de los caños. Del río. De todo lo que fue agua movediza, inquieta. Por el lado de Chiclana el trecho lo marcó Sancti-Petri, en uno de sus brazos. Quizá fuera de río a río, de caño a río. Con los pinares esparcidos en un paisaje bajo junto a terrenos cuajados de viñas. Los pinares siempre fueron el polen esparcido que caía en buena tierra, junto a las últimas vueltafueras. El resultado es una continuidad del paisaje: agua derramada y recogida, pinares, trechos, superficies de labor, tierra buena. Y el frescor del mar abierto, esa presencia de lo húmedo, de lo vivificante. Y el sol, la luz infinita. En la parte de aquí del océano, en la de allí del golfo, en la de aquí de la bahía y de los caños. El cielo siempre fue alternativamente húmedo, y seco. Por ello cristalizaba la sal hasta amontonar de pirámides los lados del antiguo camino real, y la carretera de Algeciras y Gibraltar, por Chiclana, dividida en Banda y Lugar por el Iro, que junto al Zurraque, desembocará en el caño de Santi-Petri. Pero además era la salud, el frescor que aliviaba lo tórrido y lo tórrido que nos libraba de los reumatismos de lo húmedo. Como si dijéramos hecho por Dios y diéramos a la Ley de la Naturaleza el albedrío con el que configuró su privilegio esta geografía inconcreta de demanios, obra humana y tiempo. Como la vida misma.


Estamos hablando, como si dijéramos, de un pañuelo. Con sus cuatro puntas de mar a mar, sus cuatro puntos cardinales de pinares compactos. En un extremo el esplendor dieciochesco de Cádiz, con su puerto y su puente desde el que se ve el seno de agua de la bahía, y el descenso hacia el Trocadero, en Puerto Real, la Punta de los Saboneses. Esto es: pinares, caños, el San Pedro que fue río y el Guadalete ya entregado en el mar, y donde empezaba, o terminaba lo inundado, lo inundable. En el imaginario paseo interior, por los muros de los esteros, el caminante puede descubrir esplendorosos mosaicos de casas romanas fastuosas, con solo escarbar un poco, con el resto de un ajuar conservado en lo siglos. Todo es así, en la tierra firme, junto al agua, las mansiones de los ricos de Roma, las modestas casas de salinas, el poblado definitivamente desaparecido de ramajes de retamas, maderas cogidas de aquí y de allá, del pasado, y la presión urbanizadora que ha rellenado salinas, esteros, para plantar los edificios desde cuyas ventanas y balcones se ve todavía el prodigio de la bahía de los mitos, esa inconcreción que Rafael Alberti, que Dios guarde, llamó “todo lo dichoso”.


Aquel Cádiz, y éste, si nos bajamos del campanario desde el que muchos interpretaron la historia, o se la inventaron para uso doméstico, se extendía desde La Caleta, con su islote fortificado, hasta el puente de Zuazo, mitad la vieja Isla, mitad Puerto Real por el ojo mayor, una raya en el agua que corría abajo, o se aquietaba. Y la Carraca unida a tierra firme. Una isla sola, con el peñasco en donde erigieron un templo al dios Melkart, que luego fue Herakleion y faro de oro hasta que los musulmanes, inconoclastas, lo tiraron a tierra que hoy son rocas en donde rompen las olas con estrépito y blancor. Como los budas de Afganistán al polvo de agua, igual. Otra isla. Y el trozo inconcreto que estaba al alcance de la mano desde la Punta del Boquerón hasta el poblado almadrabero de Sancti-Petri, cruzando el agua, que todo toma el nombre del caño, al parecer, cristianado después de Roma en la Roma misma, como casi todo en este espacio de horizontalidad y gloria bendita.

Casi todo era lo mismo, una verdad del paisaje que se repetía por donde salían los caños, o entraba el mar. Quizá porque el agua es como el alma de la mística, que busca y rebusca hasta encontrar siempre. O morir. “Ámbito marino, planicies fangosas, caños, marismas, salinas. Y pinares.”, dice el tratadista. Horizontalidad, diría el poeta. Y cielo. Porque todo el entramado de ámbitos sencillos, sin la luz, no podrían imaginarse. Sin las luces. Que algo tiene el mar sobre el que la luz rebota, espejea, rebrilla, cabrillea. Ni el agua que se aquieta siempre. Y además están las estaciones, quiero decir la luz con la lluvia, la luz de la lluvia. O de la tarde. La luz del mar todavía no engullido. La luz de los amaneceres otoñales. La luz de diciembre. La luz triste de los inviernos duros que algunos años vienen. La luz de las primaveras infinitas. La luz de todo el año. Y la bahía como una paleta con todos los colores, el mar como un museo del mar, una pinacoteca marina de marinas y paisajes de azules que se funden en azules de cielo, infinitud y tiempo. Más el color de lo silvestre que anida en los muros, decora, tapiza, alfombra la engañosa planicie inexistente en la vuelta de Torregorda, por La Algaida, en las salinas de todo el espacio natural, en los esteros de toda la bahía, lo inconcreto, movedizo del paraíso.

Agua, cielo y la obra humana es este parque natural que fue defensa de la Patria encogida en La Isla y Cádiz, cuando los franceses, en 1810, donde las bombas que tiraban los fanfarrones, ¿recuerdan? Y por eso medio arrumbados están los baluartes, más allá del puente de Zuazo, la piedra fuerte ahora caída que defendía las ciudades a las que se limitaba la España esquilmada, aherrojada, de Napoleón. Entonces la delicia de caños, la explosión de vida, fue el infierno del transporte de la invasión, y morían los corceles con sus esbeltos jinetes sanguinarios, y no pasaban las cureñas con los cañones, ni la infantería que dominó Europa, que allí cayó en fango, en agua, para ser pasto de cangrejos, olvido de la historia. Porque los salineros, los mariscadores, los carpinteros de ribera, la pacífica gente de esta laboriosa bahía del asombro, de esta naturaleza milagrosa, junto con los soldados que nunca se doblegaron, pararon los pies de Bonaparte.

Peces, plantas, pájaros. E historia. Quién diría que sobre el mismo solar, el mismo milagro de aguas, mareas, fangos, discurrió la historia. Quiero decir aquella historia de una ignominia. Pero volvió la horizontalidad, volvió el agua con su misterioso canjilón de la marea, y la vida ajena que serpenteaba por el espacio natural de la bahía volvió. Hasta nuestros días. Con su empuje de habitación, de caserío, de espacio que recortar para una industria, un comercio, esta dialéctica de conservar y servirse de lo existente multisecular, milenario, para el vivir de lo presente, de lo mañana más que de lo de ayer, de lo pasado. Sin lo futuro. Todo se adapta, pues, al hombre que labró esta geografía esencial sobre lo existente, que enderezó las líneas que se cruzaban, que serpentearon al antojo del agua desde el principio. Están los puentes y los caminos, las rotondas, los polígonos industriales, las habitaciones sobre lo que fue aire, pájaros que volaban, retamas, brezos, bufalagas y azucenas de mar, el aire que fue encrucijada de pólenes de mil especies, trasiego de mil apareamientos. Vida. Milagro todavía palpable, tangible, visual, táctil. Maravilla quizás más que cosa alguna, que no sólo el amor habla. Mi palabra.

La Isla, abril de 2005_

F. J. HAYDN




















102 sinfonías, cuartetos, trios, sonatas para piano, óperas, oratorios... Parece increíble la fertilidad de este hombre sencillo que no ha pasado a la Historia como el genial Beethoven, ni como Mozart, ni como J.S. Bach... Haydn es el hombre que se independiza, el trabajador que persigue la inspiración, el equilibrio, la armonía... Y lo consigue. Mozart lo veneró, lo tuvo por maestro y le dedicó sus mejores cuartetos... Su longevidad fue un regalo para nosotros, herederos universales de su arte.

A menudo pienso en cómo se puede agradecer lo mucho que nos legaron músicos maravillosos como Joseph Haydn, y la cantidad de jornales que ha dado a tantos y tantos músicos que vienen interpretando sus obras desde hace casi dos siglos...

Lo venero.

El PInsapar / EL AGUA DE LOS RÍOS


______ El agua de los ríos

Viendo las imágenes del Ebro desbordado, de los pantanos desaguando, los campos inundados; mirando atónito la gran riada, inevitablemente he recordado las otras imágenes de tierras secas, pueblos sedientos y desesperación. Pero ni aun así arrían las posturas, el agua de los ríos es para la mar, como en el poema manriqueño, imagen de la muerte.

Ni en esto podemos llegar a un acuerdo. Digo sobre un trasvase, el agua que sale al mar desproporcionadamente, cuando a las tierras secas les daría la vida que no tienen. Pues imposible, ya decía. Los ríos –en Andalucía hay algo de esto también, no nos hemos librado de la maldición- son, porcentualmente, de... las comunidades autónomas por donde pasa. Como casi todo. El mecanismo de establecer un marco legal para un territorio ha creado “un pueblo” antes inexistente, y una propiedad. Territorio, pueblo, autodeterminación. El agua es mía, el cielo es mío. Lo mío es mío. ¿España? Esto es España, que Aragón (49,53%) y Cataluña(17,58%) se apropien del Ebro, río de nueve Comunidades Autónomas, 18 provincias, 1715 municipios con término dentro de la cuenca y 2.767.103 habitantes empadronados en los términos municipales con capital dentro de la cuenca. Y aquí no pasa nada. El agua del Levante que no se trasvasa, si el Levante con el Poniente más el Norte con el Sur es España, es la que le llegue al Levante y si no le llega que se conformen, que en el conformarse está la felicidad.

Viendo las imágenes del Ebro desbordado, los pueblos en peligro de ser inundados, los campos y caminos cubiertos de agua, he pensado en esa negativa de los actuales propietarios de los ríos, que no es España, insisto, porque España casi ni es de no ser lo que debería, digo esta contumacia, esta insistencia en lo irreconciliable: el agua de los ríos tiene que ir al mar, para cumplir su ciclo. Como si se tratara de lo contrario y el agua no llevara siempre el mismo recorrido, el mismo ciclo. Pero no, el agua que pretenden quitarle a aragoneses, catalanes y navarros los levantinos es para hacer campos de golf y alimentarle la bolsa, más todavía, al Ladrillo. Y tan campantes. Los campos yermos de muchos años, los árboles muertos en pie, la desesperación de las huertas y la sed construyen el imaginario de la España de mañana: cada uno para su bolsa.

Digo yo, después de lo visto estos días: ¿no sería posible constituir un comité de expertos que estudien de verdad el agua del Ebro, todas las aguas de los ríos de España, y pongan en pie un verdadero Plan Hidrológico para quienes, al menos constitucionalmente, somos una patria común e indivisible?

Diario de Cádiz
El Pinsapar
2007 04 04_

lunes, 2 de abril de 2007

ENRIQUE GARCIA-AGULLÓ


Lo conozco desde hace más de 30 años. Ya entonces era liberal confeso, esto que hoy está bien visto decir, incluso citando la famosa frase de Prieto -"Soy socialista a fuer de liberal"-, que no significa lo que significa, que significa que no significa lo que significa. Pero iba diciendo que lo conozco desde hace 30 años y 28 años después, quién me lo iba a decir, fui a trabajar con él. Entonces sí lo conocí de verdad. Es una de las mejores personas que he tenido la fortuna de conocer. Es un hombre de gran cultura, de gran civilidad. Escribe como los escritores, no sabría decirlo mejor. Un político de los que no hay. Un hombre generoso, bondadoso, abnegado, bueno en el buen sentido de la palabra bueno, ¿recuerdan? Como yo mismo, es coleccionista involuntario de saberes inútiles, como por ejemplo el pueblo de mayor índice pluviométrico de España y la diferencia entre un arco apuntado y otro de medio cañón. Por supuesto la geografía del Tibet, qué sé yo, cosas así... 

Es genial, extraordinario. Un verdadero amigo.
Enrique Garcia-Agulló.

domingo, 1 de abril de 2007

GALICIA


























Encuentro a mano esta foto. Es relativamente reciente, de hace dos años. 

Me conmueve esta cosa del maiz en la trasera del ábside de una vieja ermita románica, la piedra dura y modesta de Galicia. No se ve pero junto a la iglesia hay un viejo cementerio, tan cuidado como suelen en Galicia. Cerrado a cal y canto todo. Es una tarde de verano. El sol es hermoso y tibio. La ría de Ferrol mete su aire húmedo hasta aquí. Hay como una gran soledad, un tiempo que se detiene, el maiz tan verde, la piedra románica, el pequeño cementerio. ¿Literatura?

La vida sin literatura no es nada, muchos no lo saben. Porque la literatura humaniza los paisajes, pone alma en las palabras que lo rememoran y da vida a lo muerto, estéril, olvidado y lejano. Son los tres elementos de esta imagen. Ábside exterior, maizal, cementerio que no se ve. Bajo un cielo azul inusual, aunque digan muchos que ya no llueve en Galicia como antes, claro que ese antes ¿cuándo es?