lunes, 6 de noviembre de 2023

SOR FELICIDAD


SOR FELICIDAD

 ENRIQUE MONTIEL


Para Claudia Lucía, Rodrigo, Alonso y Guillermo,
que no conocieron a mi madre.

Eran muchas horas en San Rafael (he olvidado el número de la habitación), mi madre dormía o se hacía la dormida para que yo leyera (me acercaba a ella y seguía con los ojos cerrados, la respiración tranquila) porque me lo acabó diciendo mi hermano Antonio: Le pregunté a mamá que qué tal con tu hijo Enrique y me dijo que llegabas, te sentabas en la butaca, te ponías a leer y como toda la vida. Es verdad que lo hacía, mamá, pero porque pensaba que estabas dormida. Tú sabes que sólo te movías o me decías algo yo daba un salto y acudía a donde fuera menester, digo el médico, la enfermera, la auxiliar. Pero hasta en los predios de la muerte fuiste inalterable, lo tuyo era servir, no ser servida. Y los hijos, tus hijos, lo primero y principal. Y sí, es verdad que me sentaba en la incómoda butaca de San Rafael, en donde tantos se sentaron esperando la curación, espantados de la muerte que venía. Sí, me ponía a leer y no tengo palabras para agradecerle a Elías Canetti lo que me ayudó las semanas de doce horas diarias con mi madre en esa habitación fría del hospital que está junto al Falla. El tomo II de sus obras completas de la Galaxia Gutenberg había sido titulado como Historia de una vida pero contenía tres libros dentro: La lengua salvada, La antorcha al oído y El juego de los ojos. Estoy hablando de casi 1200 páginas impagables que siempre recomiendo a mis amigos, a todos. De aquellos días finales nunca olvidaré a Canetti ni a la CocaCola. Me habría derrumbado sino es por la CocaCola. Me dio una puñalada en la glucemia basal pero me ayudó a ponerme en pie, me ayudó a pasar el calvario que no quería aceptar, asistir a los días finales de mi madre, que tanto quería y tanto quiero.

En estos casos, la verdad, uno siempre intenta, cuando habla, traer los recuerdos bonitos, los días de sol, el balcón abierto, el momento del almuerzo, todos juntos, llenos de vida y salud, rebosantes de todo. Entonces, sin venir a cuento, le recordaba cuando nos mandaban a los mayores por la sandía (Dios mío, hoy no las veo tan exageradamente grandes como aquellas sandías de Santo Domingo, sandías de más de diez kilos, lo menos), la traíamos entre dos, dentro de una cesta grande de esparto, advertidos de que tuviéramos mucho cuidado porque si se caía al suelo se reventaría con su propio peso.

 -     Era un paciente de tu padre, nos la regalaba, lo mejor que tenía porque tu padre se portaba muy bien con su familia, como con tantas

Era así, por eso llegaban en los días navideños lo menos diez cajas de polvorones de cinco kilos. Nos encantaban. Era una fiesta abrirla en los postres y oír decir a mi padre, venga, Enriquito, empieza tú que eres el más tragón.  Entonces yo me quedaba parado porque no sabía cuál coger primero y si tenía la oportunidad de elegir no debería hacer una mala elección.

Sonrío. Por eso le hablaba de todo esto a la anciana que ahora era mi madre, abatida por la senectud, postrada en aquella cama de San Rafael, en la zona en donde -me maliciaba- estaban los ancianos finales, los enfermos sin solución. La edad de tu madre, de tu ser más querido, no es la edad real, la corriente. No, es el factor común de todas las madres que has tenido. En más de noventa años son más de una y más de dos. Y más de tres. Quizás la primera que he conocido no fuera una persona sino una habitación con una lámpara encendida que en un momento dado mi madre llegó a ver borrosa, no ver. Estaba en mi parto y llegué con demasiado peso, digo seis kilos, y doscientos gramos. Los doscientos gramos debieron ser un dato importante porque se recordaba siempre, se recalcaban: y dos cientos gramos. Como las palabras destempladas que el párroco de la Iglesia Mayor le dijo a mi padre, “¿Por qué has tardado tanto en traer al niño a bautizarlo?” Asombrado, mi padre le dijo: ”¿Cómo? ¡El niño tiene tres días!” Esa primera madre, inimaginada, aparece de pronto en una foto dentro del hábito negro de San Vicente de Paúl con la cofia blanca, almidonada, impoluta. Era ella, no cabía duda alguna. La envió desde Madrid a mi abuela cuando juró los votos y estaba en la caja de lata de todas las fotografías. En toda mi vida paré de hacerle preguntas sobre esos años decisivos en que todos la llamaban Sor Antonia, incluso mi padre, que la amaba en secreto. Fue por esa asociación de ideas, porque pensé que era bueno para su vivir de ahora los buenos recuerdos que le pregunté por Sor Felicidad. Habían llegado cinco, las jóvenes se decían a sí mismas, a la Comunidad de Jaén, todas enfermeras. A los quirófanos, las salas de pobres, la vida de una religiosa de San Vicente de Paúl en el Hospital de la Diputación, enfermeras con hábito de religiosas. Sor Felicidad puede que fuera una de ellas, o alguien que ya estaba allí. Lo cierto es que lo que yo creí que sería un motivo de recuerdo amable, se tornó en un rictus de dolor y de rechazo. Sacó el brazo de la sábana e hizo un gesto de repulsa junto a una súplica, por favor, no me preguntes de ese tiempo. Guardé silencio, cambié de tema. Delante de mis ojos pasó la película del padre blanco, capellán del hospital, confesor de la Comunidad de religiosas, que tuvo miedo cuando entraron los milicianos y las milicianas en el hospital para hacerse cargo del mismo, con los correajes sobre el cuello, los máuser y las pistolas en actitud amenazante y violenta. Tuvo miedo y se escondió en un retrete. Lo buscaban y le dieron con la culata en la cara cuando lo hallaron escondido en el retrete. Salió por la puerta con un ojo sobre el pómulo y la cara ensangrentada. Lo asesinaron poco después. Eso debía haber sido Son Felicidad y todavía estoy arrepentido de haberle hecho esa pregunta sobre un recuerdo atroz de una época que se llevó media vida en olvidar, en borrar de su memoria prodigiosa. De palabras y de imágenes.

Todavía me duele haberle hecho esa pregunta esa tarde en el hospital de San Rafael, en los días que apenas ya se restaba para que expirara. No fue como cuando nos fuimos corriendo sus hijos a Madrid, porque Pilar nos dijo que se moría, y llegamos volando, estaba la habitación del hospital en penumbra, nos pusimos los cuatro hijos y Pilar alrededor de su cama, abrió los ojos y empezó a decir ¡mis hijos, mis hijos, mis hijos! y no se murió. Porque éramos su gloria y su sentir, su motivo para estar aquí cuando ya no teníamos al padre y ella no tenía a casi nadie que no fuéramos sus cuatro varoncitos y sus dos hembritas.  ¿Cómo explicarle a Claudia, a Rodrigo, a Alonso y a Guillermo, que todavía no tiene cuarenta días, que existió esa niña que fue muchos años hija única y resistió contra la gripe española en la casa de su madrina porque su madre había enfermado, y pasaba temporadas en Paterna de Rivera, con su tía; que no tenía hijas, y se vino a Cádiz a cuidar a alguien a quien llamaba la tarde de su muerte, ¡madrina, madrina!, con voz muy lastimera, que hubo un tiempo en que incluso las mujeres fuertes, de gran personalidad e inteligencia, como mi madre, entregaban su vida por sus hijos, su marido, sus padres?

Sufría horrorosamente de muchacho con la idea de que mi madre muriera un día. Cuando se murió mi abuela, su hija, mi madre, se enfadó mucho y lloró toda una mañana mientras nosotros guardábamos silencio y no decíamos nada, hasta que se rehizo y dispuso las ropas que teníamos que llevar y todo lo que deberíamos hacer en el funeral. Estoy hablando de un día que forma parte del factor común de los días de mi madre, como cuando le llegó el trigémino. Su mansedumbre frente al dolor -insoportable- del trigémino llenaba la casa de silencio y preocupación. Aquellos primeros días del trigémino fueron el descubrimiento de la fragilidad humana, de que la vida es como un vaso que, si se cae al suelo, se rompe. Cocinar para una familia numerosa con ese dolor, y lavar y tender en la azotea sin resguardo de los vientos, y pensar en la compra con un pañuelo en la mano siempre en la cara, en una de las mejillas, era el retrato de mi madre. Pero todos estos días superpuestos, de la felicidad y del dolor, junto a los finales de la muerte eran los mismos días de un universo de mujeres como mi madre, las madres de mis amigos, de mis vecinos, las madres desconocidas que habían parido con dolor en sus dormitorios con la ayuda de una comadrona, y habían hecho una comida extraordinaria en navidad, y habían reído, se habían desesperado porque no les llegaba la paga y se engloriaban con sus hijos, el tesoro infinito de sus vidas.

Mi madre lleva siendo mucho tiempo un modo de estar sin estar, lo que guarda una lápida que reza que sus hijos no la olvidan no es la madre inmortal que habita en la memoria de los días y que ejemplifica el todas las madres que han emergido del recuerdo de mi madre, las heroicas mujeres anónimas, reinas de sus casas, obligadas a vivir en ese afán que había que revertir en luz y alegría, motivo de orgullo, de vida plenamente vivida.

No se merecía que le recordara a Sor Felicidad, nombre sin cara ni circunstancia alguna memorable, salvo su nombre que dije en mala hora pensando que por su significado le trajera los buenos recuerdos de una época que había vencido con la resistencia de la que hizo uso toda su vida. Jamás olvidaré el cambio de su cara, la mano que rechazaba el recuerdo de aquellos días. Y su modo suplicante de mirarme, que me rompió por dentro.

Verdaderamente he tenido una madre excepcional, una mujer extraordinaria, una inteligencia viva como estoy seguro que tuvieron otros muchos, casi todos. Por eso algunos días guardo un silencio interior en el que me refugio para hablar con ella, recordar sus palabras y dar gracias a la vida por todos los años que estuvo entre nosotros y voy poco a mirar la lápida que dice que sus hijos no la olvidan, allí constato una verdad, poco más.

Siempre hay flores.

25.06.2021


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